jueves, 14 de enero de 2010

GRANDES REBAJAS DEL CRISTIANISMO – I. ARRIANISMO Y PELAGIANISMO ANTIGUOS

– No sé yo si voy a ser capaz de entender algo.

– Entenderá bastante menos que la mayoría; pero algo, algo, con el favor de Dios, sí entenderá.

La Iglesia logra en el siglo IV la libertad civil. El emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los emperadores Constantino I y Licinio, en occidente y en oriente (313, edicto de Milán), no solamente ponen fin a las persecuciones de la Iglesia, sino que van creando una situación en la que ser cristiano trae consigo una condición muy ventajosa para la vida social en el Imperio. Se bautizan los emperadores –Constantino, antes de morir–, y con ellos todos los altos magistrados. Teodosio prohibe ya los cultos paganos supervivientes y establece el cristianismo como religión oficial del Imperio (391). Se inicia en ese siglo para la Iglesia un tiempo nuevo, en el que florece la liturgia, la catequesis, la construcción de los templos y basílicas, la celebración de los primeros grandes Concilios ecuménicos, la institución del domingo, de la monogamia, una época en la que no pocas normas cristianas se hacen leyes civiles, al mismo tiempo que la Iglesia hace suyas muchas instituciones y leyes romanas.

Pero es a la vez un tiempo de grandes rebajas del cristianismo. La Iglesia, por decirlo así, se ve invadida por la conversión de innumerables paganos. Y sucede lo previsible, aquello que testifica San Jerónimo (347-420): «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del pueblo cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de persecuciones, va dando paso con frecuencia a una mundanización creciente. La Providencia divina suscita justamente en ese siglo IV el monacato, cuyo crecimiento es sorprendentemente rápido. En la cristiandad de Egipto, por ejemplo, había unos cien mil monjes y unas doscientas mil monjas.

Precisamente entonces, cesadas las persecuciones, es cuando una relativa mundanización de las comunidades cristianas ocasiona negativamente el movimiento positivo de una muchedumbre de fieles que, buscando vivir plenamente el Evangelio, sale del mundo secular y se va a los desiertos. Esta opción tan radical tuvo no pocos impugnadores en un principio. Y San Juan Crisóstomo (349-407) la justifica y explica en su obra Contra los impugnadores de la vida monástica. Sin embargo, los enormes conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún más que en el campo de la vida moral, se dan en el campo doctrinal. Es un tiempo de grandes herejías. Y también de grandes Concilios, que van definiendo la fe católica en Cristo, la Trinidad y la gracia.

Arrianismo y pelagianismo surgen entonces como una versión naturalista del cristianismo. Muchos nuevos cristianos «necesitaban» un cristianismo no sobre-natural, el propio del arrianismo y del pelagianismo: un cristianismo mucho más conciliable con la mentalidad helénica-romana; una versión del Evangelio que no sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza. Tengamos en cuenta que gran parte del pueblo cristiano de la época seguía viviendo según «los pensamientos y los caminos» de los hombres, tan distantes todavía de los pensamientos y caminos divinos (Is 54,8-9).

El arrianismo. Nace Arrio en Libia (246-336), y es ordenado presbítero en Alejandría. En la cristología que él difunde el Logos no existe desde toda la eternidad, es una criatura sacada por el Padre de la nada. Por tanto Cristo no es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura. No explicaré aquí la doctrina del arrianismo, conceptualmente complicada, y ya anticipada de algún modo por el monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272), patriarca de Antioquía: en Dios hay solo una persona. Retengo simplemente lo que pasará a la historia como arrianismo, prescindiendo de las especulaciones conceptuales usadas por el presbítero libio-alejandrino Arrio. Simplemente, el arrianismo es una herejía cristológica, que presenta a Jesucristo como una criatura, como un hombre, aunque perfectamente unido a Dios, y que rebaja así infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado, haciéndola, por decirlo así, más asequible al racionalismo natural mundano.

Como escribe José Antonio Sayés, «el arrianismo es el fruto del racionalismo frente a la originalidad cristiana». «No es el Verbo el que se hace hombre, sino el hombre el que, por gracia divina, queda divinizado» (Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005, 218-219). Por tanto, no hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el Verbo encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de expiación infinita. Cristo es sin duda para los hombres el ejemplo perfecto de unión con Dios, pero no es propiamente causa, «fuente de salvación eterna para cuantos creen en él» (pref. I común).

El arrianismo tuvo una difusión inmensa. Algunos emperadores lo favorecieron y combatieron a los Obispos defensores de la fe católica, como San Atanasio y San Hilario, que hubieron de sufrir exilios. Gran parte de los Obispos orientales lo admitieron activa o al menos pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est» (gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que era arriano: Dial. adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera prevalecido, la Iglesia Católica se habría reducido a una secta insignificante. Posteriormente se formularon también herejías que negaban la encarnación de un Hijo divino eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo (+802).

La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la fe católica en Cristo contra el arrianismo, aunque no sin grandes polémicas y prolongadas resistencias. El concilio de Nicea (325); el Papa Liberio (352-366), a instancias de San Atanasio; el concilio I de Constantinopla (381); el Sínodo de Roma (430); el concilio de Éfeso (431), presidido por San Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis (449); el concilio de Calcedonia (451); el II de Constantinopla (553), aseguraron en la Iglesia la verdad de Cristo, la fe católica que confesamos a lo largo de los siglos:

Creemos «en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre»… (Conc. I Constantinopla, Denzinger 150).

El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan numerosas y solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente, sobre todo entre los godos y otros pueblos germánicos. En España, concretamente, perduró hasta el III Concilio de Toledo (587), cuando Recaredo I, rey de los visigodos, y su pueblo profesaron la fe católica. En todo caso, como lo comprobaremos, los esquemas arrianos en cristología tienen hoy amplia vigencia, también entre los católicos, aunque estén concebidos en claves mentales y verbales muy diversas.

Pero vayamos con la otra gran rebaja del cristianismo católico:

El pelagianismo. En el siglo IV, cuando la Iglesia se ve invadida por multitudes de neófitos, surge en Roma un monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades naturales éticas del hombre. Los planteamientos de Pelagio resultan muy aceptables para el ingenuo optimismo greco-romano respecto a la naturaleza: «Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla» (Epist. I Pelagii ad Demetriadem 30,16). Somos libres, no necesitamos gracia.

San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones [de súplica] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (De hæresibus, lib. I, 47-48. 42,47-48).

No hay, pues, un pecado original que deteriore profundamente la misma naturaleza del ser humano. La naturaleza del hombre está sana, y es capaz por sí misma de hacer el bien y de perseverar en él. Cristo, por tanto, ha de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar, que en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación. La oración de súplica, la virtualidad santificante de los sacramentos, que confieren gracia sobre-natural, confortadora de la naturaleza humana,… todo eso carece de necesidad y sentido.

La Iglesia afirma la verdad católica de la gracia muy pronto. Aunque las doctrinas de Pelagio fueron en principio aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la Iglesia rechaza el pelagianismo con gran fuerza en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo a través de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores Pistoya 1794: Denz 238-249, 371, 1520ss, 2616). Gran fuerza tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios santos Padres, como San Jerónimo, el presbítero hispano Orosio, San Próspero de Aquitania y sobre todo San Agustín de Hipona. Se atrevieron a combatir los errores de su propio tiempo.

La Iglesia sabe bien que «es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada” (Jn 15,5)» (Indiculus cp. 6). Y por la gracia, «por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera» (ib. cp. 9). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, can. 9).

Lex orandi, lex credendi. Mucho hemos de agradecer a Dios que por su providencia los principales sacramentarios litúrgicos proceden precisamente de estos siglos. Las oraciones de la sagrada liturgia eran así y siguen siendo la principal expresión devota y lírica de la fe católica. Oraciones como la que sigue, y que hoy rezamos en Laudes de la I semana, muy difícilmente hubieran podido ser compuestas en nuestro tiempo, tan pelagiano:

«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe [todas] nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor». La mala traducción omite ese todas; ahí está el punto: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra [oratio et] operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur. Per Dominum».

Arrianismo y pelagianismo van juntos, aunque sean diferentes herejías. Los dos rebajan cualitativamente la condición sobre-natural del mundo católico de la gracia. Los dos son una versión del cristianismo mucho más aceptable para quienes mantienen una mentalidad mundana racionalista. Cristo es un hombre, no es Dios. Cristo es un modelo perfecto de humanidad, un Maestro excepcional; pero no es un Salvador único y universal, no causa nuestra salvación, nuestra filiación divina, introduciendo por su encarnación y su cruz en la raza humana unas fuerzas de gracia sobre-naturales, sobre-humanas, divinas, celestiales, absolutamente necesarias para la salvación temporal y eterna del hombre.

No tiene, pues, nada de extraño que, históricamente, cuando los pelagianos se veían perseguidos en una Iglesia local católica, buscaban refugio al amparo de Obispos arrianos. Dios los cría y ellos se juntan. Lo vemos hoy también, dentro de la Iglesia católica: aquellos que tienen de Cristo una visión arriana, son todos rematadamente pelagianos.

Pero éste es, con el favor de Dios, el tema del próximo artículo.

José María Iraburu, sacerdote


Post post.- En la imagen, el baptisterio de la Catedral arriana de Rávena, de fines del s. V.



miércoles, 13 de enero de 2010

DIARIO VATICANO CRITICA PANTEÍSMO Y ESPIRITUALISMO ECOLÓGICO DE AVATAR

L’Osservatore Romano (LOR) dedicó tres de sus artículos de la edición del fin de semana a taquillera cinta de James Cameron, Avatar, en los que criticó el sentimentalismo, panteísmo y espiritualismo ecológico de la película.

En un primer artículo se señala que Cameron hace un paralelo entre el "genocidio" de los blancos contra las poblaciones nativas de Estados Unidos, presentando a los humanos de la película, como a los primeros y a los segundos como a los "na’vi" de la cinta que habitan en el mundo de Pandora, lugar donde transcurren la ficción.

La historia del director, dice el texto, "tiene una aproximación blanda, se cuenta sin profundizar y termina por caer en el sentimentalismo".

"Todo se reduce –prosigue– a una parábola antiimperialista y antimilitarista fácil, apenas esbozada, que no tiene la misma mordiente de otras películas que buscan mostrar estos aspectos".

El ecologismo de Avatar, dice LOR, "se empantana de un espiritualismo ligado al culto de la naturaleza que le hace guiños a una de las tantas modas del tiempo. La misma identificación de los destructores con los invasores y de los ambientalistas con los indígenas aparece luego como una simplificación que menosprecia el ámbito del problema".

El segundo artículo plantea el nacimiento de una película de culto con Avatar. "Inaugurará, tal vez –dice el texto– un nuevo género, creando un imaginario colectivo en el que se reflejará una vez más la fuerza atractiva de los mundos alternativos, una cierta forma de espiritualismo ecológico hoy de moda y el temor, muy difundido, a vivir una verdadera trascendencia".

El tercer texto, tomado por LOR de la revista Mondo e Missione (Mundo y Misión) lleva por título "La religión de Pandora" y refiere la opinión de algunos columnistas sobre este tema. El texto cita al comentarista de asuntos religiosos del New York Times, Ross Duhat, quien considera que Avatar presenta "una apología del panteísmo, una fe que hace a Dios igual a la naturaleza, y llama a la humanidad a una comunión religiosa con el mundo natural".

Este comentarista, prosigue el artículo, "recuerda que esta visión religiosa es una especie de caballito de batalla del Hollywood más reciente. Para Douthat la opción panteísta de Cameron y de la industria cinematográfica de Estados Unidos en general, sigue a través de este camino porque ‘millones de estadounidenses han respondido a ella de manera muy positiva’".

"Y como reconocía –continúa– en el siglo XVIII el filósofo francés Alexis de Tocqueville, ‘el credo estadounidense en la esencial unidad del género humano nos lleva a anular toda distinción en la creación. El panteísmo abre la puerta a una experiencia de lo divino para la gente que no se siente a gusto en la perspectiva escriturística de las religiones monoteístas’".

Tras hacer algunas comparaciones de la cinta con la concepción del hinduismo, como que el color azul de los na’vi sea similar al de Shiva –una de sus principales deidades– el artículo sugiere, citando a un blogger estadounidense, que Cameron también podría haber "unido la antigua teología cristiana de la gracia y de la redención a su parábola antiimperialista’. (Cuando afirma que llegar a ser un na’vi es volver a nacer)".

"El debate, como se ve, está más abierto que nunca", concluye.

domingo, 10 de enero de 2010

LENGUAJE DE CRISTO CLARO Y FUERTE

–Algo he oído de que se ha retrasado usted en el blog porque estaba ocupado traduciendo del latín un documento.

–Y lo malo es que ahora he tenido poco tiempo para tratar bien de un tema tan precioso. Yo aquí, en Reforma o apostasía, solo estudiaré el lenguaje de Cristo en cuanto que predica con claridad y fuerza, llamando a conversión.

Cristo habla con autoridad. Es el «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, por quien todo fue hecho»… Es, pues, el Autor de la creación y de la nueva creación, «el Primogénito de toda criatura» (Col 1,15), «el Autor de la vida» (Hch. 3,15). Él es eternamente la Palabra del Padre, y lo es también en cuanto hombre: «según me enseña el Padre, así hablo» (Jn. 8,28). ¿Cómo el Autor no hablará a los hombres con autoridad absoluta y plena?

Cristo nunca opina, jamás argumenta laboriosamente para fundamentar su enseñanza. Afirma y niega, simplemente. Nunca ofrece su doctrina como «una más», sino como la Verdad y el Camino único que lleva a la vida. «Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…» (Mt 5,21-22). «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Algunos rabiaban de verle hablar y obrar con tal autoridad (Jn. 2,18). Pero en cambio la muchedumbre «se maravillaba de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22).

Por otra parte, Jesús autoriza sus palabras «increíbles» con sus milagros patentes. «Yo soy el pan vivo bajado del cielo», y multiplica los panes (Jn. 6). «Yo soy la Luz del mundo», y da la vista a un ciego de nacimiento (9). «Yo soy la Vida», y resucita a un muerto de cuatro días (11). Por eso dice: «si hago las obras de mi Padre, ya que no me creéis a mí [a mi palabra], creed a las obras» (10,37-38). En Cristo palabras y obras coinciden y se confirman mutuamente.

Jesús centra en sí mismo la predicación del Evangelio. Y es que propiamente Él es el «evangelio», la buena noticia, «la gran alegría» que los ángeles anuncian por primera vez (Lc. 2,10). En su predicación Él se presenta como Cordero de Dios, Enviado del Padre, para quitar el pecado del mundo, Salvador nuestro único, Pastor bueno, Vid santa que vivifica los sarmientos, Camino, Verdad y Vida, luz del mundo, resurrección y causa de vida eterna, Pan vivo bajado del cielo, bebida espiritual, manantial incesante de agua viva, epifanía plena de Dios: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn. 14,9). Su Evangelio es simple: «ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (17,3).

El lenguaje de Cristo es suave y amoroso porque Él es la epifanía suprema del amor que Dios tiene a los hombres (Tit. 3,4). Por eso en su predicación hallamos palabras de infinita dulzura: «hijitos míos» (Jn. 13,33), ya no os digo siervos, sino amigos (15,15), sois para mí «como mi madre y mis hermanos» (Lc. 8,21; cf. Mt 12,50), «voy a prepararos un lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn. 14,2-3). Jesús considera a sus discípulos como los hombres que Dios le ha dado: «lo que mi Padre me dio es mejor que todo» (10,29). Y tanto se identifica con ellos que quien les recibe o les rechaza a ellos, le reciben o rechazan a Él mismo (Mt 10,40). Él vive por el Padre, y nosotros vivimos por Él (Jn. 5,26; 6,57).

Hago notar, sin embargo, que en el lenguaje de Cristo no son frecuentes las declaraciones verbales de su amor. En el lenguaje de San Pablo, p.ej., estas efusiones afectivas son mucho más frecuentes. Cristo expresa su amor sobre todo por los hechos: Él es el Buen Pastor que «entrega su vida» por quienes ama (Jn. 10), y no hay amor posible mayor que éste (Jn. 15,14).

La benignidad de Cristo en sus palabras y sus obras se manifiesta especialmente

hacia los pobres, los enfermos, los pequeños, los niños (Lc. 10,31; 18,15-17).

hacia los pecadores débiles, aquellos que por debilidad han caído y permanecen en graves pecados de fornicación, de avidez de riquezas, etc. La bondad de Cristo es inmensa, indecible, por ejemplo, con la samaritana (Jn. 4), con la mujer adúltera (Jn. 8,3-11), con el rico Zaqueo (Lc. 19,1-10). La delicadeza con que trata a estos pecadores escandalosos es verdaderamente deslumbrante, es algo nuevo –revelación de la Bondad divina–, que desconcierta y causa escándalo entre los hombres: « ¿cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?» (Mt 9,11-12).

en otros actos y enseñanzas. Cristo es el buen Pastor, que conoce por su nombre a cada una de sus ovejas y da la vida por ellas (Jn. 10), que busca y trae alegre sobre sus hombros la oveja perdida (Lc. 15,5). Él revela en sí mismo la bondad de Dios en la parábola del hijo pródigo y en tantas otras. Él manda no quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha vacilante (Mt 12,20). Demora talar una higuera infructuosa (Lc. 13,8), frena la ira de Santiago y Juan, que quisieran ver arrasada la aldea samaritana que no los recibe (Lc. 9,51-56), etc.

Cristo habla a los hombres con absoluta claridad. Les dice que todos son pecadores, pecadores de nacimiento, y que de ningún modo pueden salvarse por sí mismos (Jn. 15, 5). Que precisamente Él ha sido enviado por el Padre «para buscar a los pecadores» (Mc 2,17), para ofrecerles una conversión por gracia divina, por una gracia gratuita que ellos han de recibir. Pero les avisa claramente que si rechazan ese don celestial precioso, se condenarán todos sin remedio.

«Vosotros sois malos» (Lc. 11,12). Vosotros sois «una generación mala y adúltera», que exige milagros para creer (Mt 16,4). «Vosotros queréis matarme, a mí, que os ha hablado la verdad que oyó de Dios… Vosotros tenéis por padre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre, que es homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad… A mí no me creéis porque os digo la verdad» (Jn. 8,40-45). Yo he venido a buscar los pecadores, y para ofreceros la gracia de la salvación. Os aviso, pues, que camináis hacia una perdición eterna, ya que «ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí» (Mt 7,13). Y os advierto que «si no hiciereis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc. 13,3.5).

Lenguaje sencillo. Cristo habla igualmente a letrados o ignorantes, aunque éstos normalmente le entienden mejor, de lo cual él se complace (Lc. 10,21-24). A todos habla con absoluta claridad: podréis seguirme y ser mis discípulos si creéis en mí, si renunciáis a vosotros mismos, a vuestros pensamientos y voluntades, si tomáis la cruz, si dais por perdida vuestra vida, si coméis mi carne y bebéis mi sangre, si permanecéis en mi amor cumpliendo mis mandatos, si me recibís como verdad, camino único y vida. Pero sabed que, de otro modo, todos os perderéis temporal y eternamente sin remedio.

Lenguaje fascinante. «Jamás hombre alguno habló como éste» (Jn. 7,46). «Todos le aprobaban, y se asombraban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc. 4,22). «La muchedumbre, al verle, quedó maravillada, y en seguida corrió a saludarle» (Mc 9,15). Acude a él un gentío enorme, procedentes de todas partes (3,7-10; 6,34-44; Lc. 12,1). Y la muchedumbre, escuchando su palabra, se olvida hasta de comer, sin darse cuenta de que se echa la noche encima. Es Él quien lo advierte (Mt 14,14-16).

La dialéctica de Jesús es muy fuerte, irresistible, tanto que sus mismos contradictores le temían, porque les hacía caer en las mismas trampas que ellos le ponían, de manera que «ya no se atrevían a proponerle ninguna cuestión» (Lc. 20,40). Y por otra parte, así como los antiguos profetas se reían de los ídolos para ridiculizarlos y desprestigiarlos –«tienen ojos y no ven, pies y no andan»–, Cristo usaba con cierta frecuencia el arma potentísima de la ironía, ridiculizando públicamente a los soberbios, especialmente a los letrados y fariseos: «coláis un mosquito y os tragáis un camello» (Mt 23,24). ¡Lo hacía en público! para desprestigiarlos ante el pueblo, que los veneraba.

El lenguaje de Cristo es muy duro con los soberbios, con los letrados, sacerdotes y ricos, precisamente con los tres grupos sociales que componían el Sanedrín, el Tribunal supremo que tenía poder para juzgarle y que un día había de condenarle a muerte. Al hablarles Cristo a los tres como les hablaba, ya se entiende que Él sabía desde el principio que le iban a matar de todos modos, y daba su vida por perdida. El capítulo 23 de San Mateo (Mc 12,38-40; Lc. 20,41-44), resulta verdaderamente sorprendente por su extrema dureza verbal. Algunos teólogos heréticos de hoy, que reclaman ser tratados por sus críticos con «lenguaje evangélico», no saben lo que dicen. Cristo, con algunas variaciones –pues los errores actuales son muy distintos–, vendría a decirles hoy lo que sigue ¡y lo haría en público!:

Los letrados, escribas y fariseos, ay de ellos, son hipócritas, guías ciegos, insensatos, que dan el diezmo de la menta y olvidan lo más grave de la Ley, son sepulcros blanqueados, limpios por fuera, podridos por dentro, se tienen a sí mismos por justos y desean ser tenidos por tales, pero están llenos de hipocresía e iniquidad, son asesinos de todos los profetas, serpientes, raza de víboras, presumen con sus togas e innumerables filacterias, aman siempre los primeros puestos, devoran los bienes de las viudas, son simuladores de largas oraciones, falsificadores de la religiosidad revelada por Dios, y la sustituyen por preceptos humanos, son hijos del diablo, impugnadores de la verdad y difusores de la mentira, y están decididos a matar al Mesías (son anti-cristos). Ni entran en el Reino, ni dejan que el pueblo entre.

Los sacerdotes, dice Cristo en público, ofrecen al Señor un culto vacío, puramente externo, y profanan el Templo, la Casa de Dios, «convirtiéndola en cueva de ladrones» (Mt 21,13).

A los ricos les amenaza Cristo con una condenación eterna, si no se convierten, si continúan ignorando a los pobres. ¡Ay de los ricos! (Lc. 6,24-26): su salvación es tan difícil como que un camello pase por el ojo de una aguja (Mt 19,23-24). La semilla de la verdad, sembrada entre espinas, es ahogada por la seducción de las riquezas (13,23). Y en la parábola del pobre Lázaro dice Jesús que los ricos, si no hacen caso ni de Moisés ni de los profetas, tampoco recibirán la verdad aunque resucite un muerto (Lc. 16,27-31). Más aún: Jesús no habla cautelosamente ni siquiera del Rey: «id a decirle a ese zorro» (Lc. 13,33)…

Pero también el lenguaje de Jesús es muy fuerte con el pueblo y con sus discípulos. Como tenía horror a que alguno se perdiese, fuera rico y letrado, o pobre y pequeño, a todos los sacudía en su predicación con un electroshock fortísimo. Una mitad de sus parábolas son suaves, pero la otra mitad son tremendas, y terminan con ciudades incendiadas, enemigos degollados, hundimiento definitivo en un fuego que no se apaga, y en unas tinieblas donde no hay sino tormento y rechinar de dientes. A las ciudades que, habiendo sido testigos de sus milagros, no creen en él ni hacen penitencia les anuncia que tendrán un final más terrible que el de Sodoma y Gomorra (Mt 10,15; 11,20-24). Y llega a decir: « ¡generación incrédula y perversa, ¿hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Mt 17,17)

Con sus mismos discípulos y seguidores emplea a veces en lenguaje muy fuerte. Y llama la atención que no les reprocha tanto su poca caridad, como su poca fe: «¿qué andáis cavilando, hombres de poca fe? ¿Aún no entendéis y caéis en la cuenta? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?» (Mc 8,16-21). «¡Hombres duros de entendimiento y torpes de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas!» (Lc. 24,25). Y al propio Simón Pedro le dice: «apártate de mí, Satanás, tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23).

El lenguaje de Cristo es nuestro modelo. «Yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn. 13,15). Ciertamente, Él habla siempre por amor, nunca por odio, y busca solo la salvación de los hombres. Y si a nuestro Señor Jesucristo hemos de imitarle en todo, en su amor y su obediencia al Padre, en su oración, en su entrega de amor a los hermanos, también hemos de imitarle en su lenguaje, tanto en su contenido como en su tono –«c’est le ton qui fait la chanson»–, haciendo así audible en todos los siglos y naciones su propia voz. «La fe es por la predicación, y la predicación es por la palabra de Cristo» (Rm. 10,17).

Cuando uno considera la predicación hoy predominante en tantas Iglesias locales y la compara con la predicación de Cristo, no puede menos de sentir vergüenza y una muy grande alarma. Reforma o apostasía.

José María Iraburu

jueves, 7 de enero de 2010

miércoles, 6 de enero de 2010

OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL – II. CRISTOLOGÍA

– Después de lo que me dijo en el anterior post, ya no me atrevo ni a hablar.

– Mejor así. El Señor le hará pasar de un silencio penitente a un hablar prudente.

Continúo comentando la Cristología del profesor Olegario González de Cardedal, publicada en la BAC, en la colección de manuales de teología Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 págs.

La perversión del lenguaje teológico causa graves daños a la fe. Ese terrorismo verbal –la humanidad de Jesús se hace «fantasmagórica» sin la persona humana; la muerte de Cristo «no la quiso Dios», no era «inherente a su misión», pues no es Dios «un Dios violento y masoquista», etc.– indica una teología de calidad intelectual y verbal sumamente precaria. Es una «teología» que oscurece esa ratio fide illustrata, que ha de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los grandes misterios de la fe. Como hemos visto, González de Cardedal lamenta que «en los últimos tiempos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana» al hablar de sacrificio, expiación, etc.; pero no advierte que es él quien, por sí mismo o por la presentación del pensamiento de otros, produce en buena parte esa perversión sin pretenderla.

La crítica, además, que se atreve a realizar del lenguaje soteriológico no afecta solo, como dice, al usado «en los últimos tiempos» (517) –lo que no sería tan grave–. En realidad su crítica afecta al lenguaje del misterio de la salvación tal como viene expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, San Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos Padres, las diversas Liturgias, los escritos de los santos, los Concilios, las encíclicas. Atenta contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios» (cf. Pablo VI, tratando de la Eucaristía, enc. Mysterium fidei 1965, n. 10).

El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos, porque goza en la Iglesia de una continuidad homogénea y universal. En cambio, las fórmulas teológicas, que profesores de teología como González de Cardedal y otros discurren o hacen suyas, ésas son las que el pueblo no entiende o entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro está que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede ser mal entendido. Pero para evitar los errores no habrá que suprimir ese lenguaje, sino explicarlo bien. Y además hay que señalar que es imposible asimilar ese nuevo lenguaje sin renunciar al mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «obediente [al Padre] hasta la muerte», «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «para que se cumplan las Escrituras», etc.

La muerte de Cristo, entendida como sacrificio de expiación y reparación, es considerada por el doctor González de Cardedal como una expresión verdadera, pero hoy prácticamente inutilizable. Los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados para expresar el misterio de la redención, son palabras sagradas y primordiales, pero hoy están puestas bajo sospecha. Si esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que debemos hacer es «levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos admirar su valor y ver el mundo en su luz» (535).

Este propósito es justo y prudente, pero él hace precisamente lo contrario. El mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos términos, que hoy González de Cardedal estima tan equívocos. Ha contemplado y vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como sacrificio de expiación por el pecado de los hombres. Por el contrario, la descripción que hace González de Cardedal de la peligrosidad, al parecer insuperable, que hay en el uso de esos términos, más que purificarlos de posibles sentidos impropios, lo que hace es dejarlos inservibles. De este modo transfiere al campo católico las graves alergias que esos términos producen en el protestantismo liberal y en el modernismo. Veamos, por ejemplo, cómo habla nada menos que del término «sacrificio»:

«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción] . Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento… […] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (540-541).

Le puede la oratoria literaria. Seguimos con el terrorismo verbal y con la impugnación del lenguaje de la fe católica. González de Cardedal, al exponer el sentido de los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», no se ocupa tanto en iluminar su sentido católico tradicional –pacíficamente vivido ayer y hoy, diga él lo que diga–, sino en enfatizar su posible acepción errónea. Para ello, da de esos términos la interpretación más inadmisible, la más tosca posible, aquella que, a su juicio, ocasiona «en muchos» unas dificultades casi insuperables para penetrar rectamente el misterio de la muerte de Cristo.

De este modo, esas sagradas palabras, tan fundamentales para la fe y la espiritualidad de la Iglesia, no son purificadas, sino dejadas a un lado como inutilizables. De hecho hoy, en la predicación y en la catequesis, han sido sistemáticamente eliminadas por muchos sacerdotes y laicos ilustrados.

«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los traduzca en sus equivalentes reales […] «Quizá la categoría soteriológica más objetiva y cercana a la conciencia actual sea la de “reconciliación”» (543).

Hay alergias verbales que llevan a negar verdades de la fe católica. Hablando como don Olegario, pueden suscitarse alergias ideológicas a ciertas palabras netamente cristianas, bíblicas, tradicionales, litúrgicas, con el peligro real de suscitar al mismo tiempo alergias muy graves a las realidades que esas palabras designan.

Isaías dice que el Siervo de Yavé, como un cordero, «ofrece su vida en sacrificio expiatorio» por el pecado. Jesús, Él mismo, dice que «entrega su cuerpo y derrama su sangre por muchos (upér pollon), para el perdón de sus pecados». Eso mismo es lo que una y otra vez dice la Carta a los Hebreos –el primer tratado de Cristología compuesto en la Iglesia–. También equivocan su pedagogía didáctica los Papas, como Pablo VI, en la encíclica Mysterium fidei (1965, n.4) o Juan Pablo II, en la Ecclesia de Eucharistía (2003, nn. 11-13), cuando dicen con gran frecuencia la palabra sacrificio, presentándola como la clave fundamental del Misterio eucarístico. Todos, por lo visto, aunque dicen la verdad, se expresan en un lenguaje equívoco, muy inadecuado, al menos para el hombre de hoy.

Por eso este profesor, para expresar mejor el misterio inefable de la salvación humana, prefiere sus modos personales de expresión a los modos elegidos por el mismo Dios en la Revelación, y guardados y desarrollados por la Iglesia «no sin la ayuda del Espíritu Santo», a lo largo de una tradición continua y universal.

Resurrección, Apariciones, Ascensión y Parusía de Cristo, quedan también oscurecidas. Considerando González de Cardedal que más allá de la muerte ya no puede hablarse propiamente de «tiempos y lugares» –entendidos éstos, por supuesto, a nuestro modo presente–, llega a la conclusión de que no puede hablarse propiamente de la Ascensión y de la Parusía de Cristo en términos de «hechos nuevos», distintos de su Resurrección. La verdadera escatología impediría, pues, reconocer un sentido objetivo e histórico a esos acontecimientos, aunque los confesamos en el Credo.

«Esa condición escatológica y esa significación universal, tanto de la muerte como de la resurrección de Jesús, es lo último que quieren explicitar estos artículos del Credo. No son hechos nuevos, que haya que fijar en un lugar y en un tiempo […] Por tanto, en realidad, no hay nuevos episodios o fases en el destino de Jesús, que predicó, murió y resucitó. Carece de sentido plantear las cuestiones de tiempo y de lugar, preguntando cuándo subió a los cielos y cuándo bajó a los infiernos, lo mismo que calcularlos con topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas. Los artículos del Credo que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo son, sin embargo, esenciales. Sería herético descartarlos. Ellos nos dicen la eficacia, concreción y repercusión del Cristo muerto y resucitado para nosotros, que somos mundo y tiempo» (171-173).

Con estas palabras, aparentemente tan moderadas, aunque sin viabilidad lógica ni práctica alguna, niega González de Cardedal la historicidad de los acontecimientos postpascuales. Los relatos neotestamentarios y la tradición de la Iglesia han hablado siempre de la Resurrección, las Apariciones, la Ascensión y la Parusía como de hechos históricos distintos, y como acontecimientos sucesivos en el desarrollo del misterio de Cristo. Han señalado sus tiempos y lugares, y por supuesto han hablado de la Parusía como de un hecho todavía no acontecido.

Contra-diciendo el lenguaje de la Biblia, la Tradición y el Magisterio, incurre, pues, González de Cardedal en este tema en los mismos errores ya denunciados anteriormente. Él considera una «perversión del lenguaje religioso» el hecho de expresar los misterios de la fe con términos bíblicos y tradicionales, esto es, con «topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas». Pues bien, una vez más le recordamos que el teólogo no debe impugnar el lenguaje bíblico y tradicional elegido por Dios para expresar los grandes misterios de la fe. No tiene que desprestigiarlo, sino que interpretarlo y explicarlo, defendiéndolo de todo mal entendimiento posible.

La Iglesia ha hablado siempre de la Resurrección, de las Apariciones, de la Ascensión y de la Venida última de Cristo al final de los tiempos con expresiones «topográficas y cronológicas» claramente diferenciadas. Y González de Cardedal no debe ver esas expresiones como antropomorfismos desafortunados, solo admisibles por mentalidades primitivas. Y menos puede permitirse poner en duda la historicidad objetiva de los acontecimientos salvíficos postpascuales atestiguados «cronológica y topográficamente» por los Apóstoles y evangelistas en numerosos textos.

Doctrinas ininteligibles. Según enseña González de Cardedal, «sería herético descartar» en el Credo los artículos que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo. Podemos, pues, seguir confesándolos, nos lo autoriza; pero siempre que tengamos claro que los «hechos» que profesamos en el Credo no expresan «hechos nuevos», no son «acontecimientos» reales, que puedan ser situados en «un lugar y tiempo» de la historia…

¿Y así cree este doctor que hace más inteligible el misterio de la fe? ¿Quién va a entender al predicador que afirma la verdad de unos hechos, si al mismo tiempo advierte que no han acontecido realmente? El hombre de antes y el de ahora, el creyente y el incrédulo, entienden incomparablemente mejor el lenguaje tradicional del Catecismo, que afirma con toda claridad la historicidad de aquellos hechos salvíficos, cumplidos por Cristo en el tiempo que va de su Resurrección a su Ascensión (n. 659). La Iglesia habla de «el carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo […] Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra» (n. 660).

Todos los acontecimientos históricos, por supuesto, han acontecido históricamente en lugares y tiempos determinados. Y aquellos que no tienen ninguna connotación «topográfica y cronológica» no han existido jamás. No habría, pues, por qué incluirlos en el Credo. En conclusión:

La Cristología del profesor Olegario González de Cardedal es completamente inadmisible, ya que contiene varias enseñanzas muy dudosas y algunos graves errores. Y aún es más inaceptable como texto integrado en una serie de Manuales de Teología católica.

José María Iraburu, sacerdote

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